No pretendo hacer más que ayudar a mi vago cerebro a
rememorar esos recuerdos que tanto temo olvidar con esta entrada, posiblemente
extensa, que recoge momentos en los que podía afirmar sentir esa palabra que
tantos desean utilizar para su persona; “felicidad”.
Viernes 20 de
septiembre de 2013
Madrugar. Despertar y abrir los párpados sin ser consciente
de nada, inmune a mis días futuros. Mi mochila había sido preparada la noche
pasada, llevando algo de ropa (prendas sosas y normales, sin haber llegado aún
el pedido que había realizado por Internet para la ocasión.) El regalo para
ellos estaba incompleto, y mi preocupación me carcomía desde las entrañas.
Había dibujado horas y horas seguidas con lápices de grafito durante días desde
que llegaba a casa del instituto hasta que dormía. Todo se amontonaba y me
enfadaba conmigo misma por dejar, como siempre, las cosas para última hora.
En ese entonces había escrito ya con un inglés imperfecto
una carta que esperaba que leyeran o al menos ojearan, y una pequeña cartulina
en la que se veían frases mal escritas en japonés junto a varias fotos mías.
Había terminado el gran retrato de the GazettE, el cual me supuso un reto, y el
otro de su querido estilista. Sin embargo, este último se encontraba en una
imprenta al haber ido la tarde anterior a sacar fotocopias de este. Lo había
dejado allí y el sitio había cerrado. De igual manera, algunas fotos no
pudieron ser impresas gracias a mi despistada cabeza, al haber olvidado el
cable que pasaba los archivos desde el móvil hasta el ordenador.
Mis lágrimas resbalaron cuando mi madre aseguró que no
podría hacer nada, ya que el vuelo salía la mañana siguiente. A pesar de ello,
mi padre me propuso recogerlo y traérmelo si le daba tiempo, y así fue. Las
imágenes fueron también impresas (la entrada en mejor calidad, y una fotografía
en la que se veían mis fanarts.) Agradecida, metí el dibujo en el gran sobre de
papel con una sonrisa en el rostro, sin nada pendiente.
Mi hermana se fue al colegio y apenas nos despedimos con un
simple “adiós”. Más tarde una amiga de mi madre nos fue a buscar para llevarnos
al aeropuerto norte de la isla. Como es costumbre, algo perdidas, localizamos
el lugar en el que se debía embarcar y previamente pasamos por aquella máquina
detectora de objetos extraños, debiendo dejar en una bandejita azul las cosas
metálicas para ser analizadas por un aparatejo.
Compramos una botella de agua cara antes allí, teniendo la
boca seca.
Una persona pasaba comprobando el papelito de residencia, el
DNI y los billetes de vuelo. Al pasar mi madre, quien cargaba dos mochilitas,
la obligaron a meter todo en uno a presión, deteniéndola.
Finalmente, dejamos el suelo de ese lugar para montarnos en
el vehículo volador. Estábamos cerca del ala, en donde es más probable no morirse,
según mi madre. A nuestro lado se sentó un hombre silencioso que tenía una
tablet y pasaba el viaje viendo series, entretenido y sin dirigirnos una
palabra, hasta que en una ocasión, nos ayudó a colocar un bolso en aquellos maleteros
grandes dedicándonos un “de nada” como respuesta a nuestro “gracias”.
Con voz distorsionada y casi robótica la azafata hacia
publicidad en varios idiomas sobre los muchos productos que allí vendían; desde
snacks, hasta perfumes, tabaco sin humo o juguetes para niños, no sin antes
realizar la típica y cansina demostración de seguridad.
Abrochamos los cinturones metálicos y apagamos los
dispositivos electrónicos durante el despegue, experimentando esa sensación que
no vivía desde hacía más de dos años. La conexión a la red desapareció, y opté
por mi iPod y mis auriculares, intentando dormir con la barbilla apoyada en mi
palma. Fui incapaz, por lo que el aburrimiento acudió a mí y de esa manera
pasaron alrededor de tres horas, entre el zumbido del enorme motor, algún
bocadillo hecho en casa y la voz de algunos niños molestos.
Al aterrizar, un tipo comenzó a montar un drama en voz alta
que todos ignoraron, y bajamos algo mareadas subiéndonos a unos transportes,
algo apretados entre tanta gente, que nos llevarían al gigantesco aeropuerto de
Barcelona.
Bajamos por unas escaleras metálicas, nos dirigimos al baño,
y posteriormente preguntamos en busca del metro que nos acercaría a la estación
Sants. Mi tío, siendo policía, no trabajaba aquel día por lo que no nos guió y
apenas se molestó en hacer algo, así que
por nuestra cuenta, comprando un bono de diez viajes el cual hubo que cambiar
al estar en mal estado, llegamos a nuestro destino entre las melodías de un
acordeón que un señor tocaba en aquel medio de transporte. A partir de
entonces, nos perdimos durante largos minutos en busca del hotel que estaba
apenas a cinco minutos caminando, pero que nos costó trabajo encontrar y
personas a las que preguntar.
Primeramente acudimos a un diminuto supermercado para
comprar algo para nuestro almuerzo, haciéndonos con unos dulces, unos yogures y
agua, que comimos y bebimos junto con más bocadillos al llegar a nuestra habitación,
la cual contaba con una cama individual, un escritorio, una pequeña televisión
y un baño; lo suficiente para sobrevivir.
Desde la ventana se observaba un patio de alguna escuela, desde el cual se escuchaban los gritos de los niños que jugaban en él.
Ya era la tarde. Estábamos en un lugar desconocido, cansadas, pero no queríamos desaprovechar todo estando encerradas allí dentro. Entonces, sugerí a mi madre quedar con Tuixó, llevando nuestro plan a cabo. Ella aceptó sin oponerse a nada, sin ganas de perderse o de causar molestias a nadie. Nos duchamos, cambiamos, y salimos.
Desde la ventana se observaba un patio de alguna escuela, desde el cual se escuchaban los gritos de los niños que jugaban en él.
Ya era la tarde. Estábamos en un lugar desconocido, cansadas, pero no queríamos desaprovechar todo estando encerradas allí dentro. Entonces, sugerí a mi madre quedar con Tuixó, llevando nuestro plan a cabo. Ella aceptó sin oponerse a nada, sin ganas de perderse o de causar molestias a nadie. Nos duchamos, cambiamos, y salimos.
Ella y yo hablamos por WhatsApp y nos advertimos mutuamente,
pidiéndonos perdón por nuestra personalidad. Bajé en el ascensor, y la vi junto
a su madre en el semáforo. Nos conocimos después de casi dos años de haber
estado tweetteándonos y delirando con historias sobre dominación mundial,
paranoias y algo de rol, y nos saludamos de manera sosa. Ambas éramos tímidas,
así que aunque tenía muchas ganas de charlar animadamente, dirigirnos palabras
firmes me resultaba complicado. Pero aunque la acababa de ver, tenía esa
sensación extraña de que la conocía de toda la vida, como a una amiga.
Tomamos el tren para pasear por la plaza Catalunya, y
contemplamos bonitos edificios antiguos, escenarios, cosas de colores que la
gente lanzaba al aire, y tiendas de estilo gótico que se encontraban en una
transitada callecita, cuya ropa cara me pedía ser comprada. Escuché aquel
idioma extraño denominado catalán, y observé creepers, botas de cuero altas y
bajas, y asiáticos. Recuerdo ver a uno en especial, quien estaba afuera de una
tiendita; tenía el pelo anaranjado, ropa oshare y una cara bonita. El chino,
probablemente, más guapo que había visto hasta ese momento.
La madre de la chica de nombre extraño, quien servía como
guía turística, iba junto a la mía
delante, dejándonos atrás haciéndonos comentar cosas random.
Vimos unos muñecos gigantes que se movían gracias a las
personas que las manejaban y realizaron un espectáculo. La gente los rodeaba
contemplando aquello. Sacamos fotos intentando comprender una cámara cutre que
nos habían prestado y que resultaba difícil de manejar.
Luego, nos dirigimos a un centro comercial situado sobre el
mar, teniendo que cruzar un puente. Cenamos en un MCDonald’s, completando la
dieta de comida basura de lo que serían esos días. Dejé de estar a régimen por
entonces, disfrutando de todo.
Habíamos andado horas y me dolían las piernas, por lo que
decidimos regresar, despidiéndome mentalmente de todo aquello que no volvería a
contemplar en años.
Seguía en un estado de incredulidad en el que mi mente se
negaba a aceptar que estaba allí, así que estaba bien.
Pasamos por la estación nuevamente, memorizando el lugar en
el que se encontraban los autobuses. Dimos un último paseo bajo el cielo
oscuro, y la cucarachita me dio un bonito regalito en un sobre diseñado que
contenía una camiseta diminuta hecha a mano en la que se leía “the GazettE” en
la parte delantera, y en la opuesta se leía “BM” bajo el dibujo de un patito, y
un esclavo de papel que me había prometido con una banderita colorida dibujada
en él. Sentí una alegría interna y torpemente agradecí el detalle.
Nos dijimos adiós y prometimos vernos al día siguiente en
ese lugar.
Mi madre y yo dormimos agotadas temprano, teniendo en cuenta
el ajetreo que nos esperaría al despertar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario