Murmullos entrecortados, voces graves y agudas,
descoordinadas; rompen la tranquilidad de la rectangular aula. Mi cerebro vaga
entre memorias, y una suave melodía comienza a sonar. Como autómatas, se ponen
de pie instintivamente, provocando una jauría de choques de sillas de patas
metálicas, cuya goma, la cual recubre su parte inferior, roza el suelo,
deslizándose de forma tosca. El sonido de pasos acelerados entra a través de
mis tímpanos, como un ruido pesado que te tienta a abandonar el duro asiento de
madera y seguir los movimientos de esas personas que desean cruzar la chirriante
puerta con tanto afán. Sin embargo, no lo hago. Balanceo el lápiz de un lado a
otro en mi palma abierta, con la mente en blanco, vacía. Llevo una mano a mi
cabeza, atrapando cabellos, apretándolos entre mis pequeños dedos. Debo
reaccionar, irme de allí. Alzo mi cabeza con temor, como si esperase encontrar
una abominación que amenazase con robarme los indeterminados días que me
restan. Es la profesora. Me observa inquisitivamente, retirando los pesados
libros de matemáticas de su viejo escritorio. El ambiente está cargado. Una
bruma invisible parece rodearme en un abrazo asfixiante. La clara luz de la mañana
atraviesa la ventana mediantes débiles rayos. Algo me advierte, me ordena que
debo irme cuanto antes. Yo lo ignoro, encerrándome en mí misma. Describo lo que
mis sentidos perciben detalladamente en mi cerebro. El silencio enloquecedor
que ruega ser roto, las finas astillas que sobresalen de la superficie del
artilugio con el que escribo palabras incoherentes, clavándose en mi piel,
enterrándose; la manchada pizarra cuyo color inmaculado ha sido ensuciado por
marcas de gruesos rotuladores de tinta borrable, el sabor a ácido que inunda mi
boca, captado por mis sensitivas papilas gustativas, y el olor indescifrable de
papel se cuela a través de mis fosas nasales, como una inminente droga. Cierro
los párpados lentamente, escapando de ese mundo que me ha desgarrado las entrañas
tortuosamente.
"Corre, huye. Vete. Debes irte..."
Dedico a la nada una sonrisa de resignación. Flexiono mis
adormiladas rodillas, apoyándome en la mesa, erguiéndome completamente. Avanzo,
poco a poco. La salida ahora es casi palpable. Tan cerca...
Un escalofrío me atraviesa, y mis orbes se dilatan. Me detengo
y caigo irremediablemente. El frío suelo me recibe colisionando contra mi
cuerpo, golpeándome. Oscuridad. Cegadora y abrumadora oscuridad me aguarda,
llamándome con lúgubres susurros. Me ahogo en ella. No puedo ver nada ahora.
Yo he perdido.